lunes, 20 de octubre de 2014

Emprendedora, ¿yo?

Mi año laboral estuvo marcado por cambios, que en varias ocasiones yo no decidí. Si, ya sé que el año no se ha terminado. ¿Y qué?

Pasé días llorando por el trabajo que pensé querer, perdí gente y gane a otros. Me encontré con personas que dicen ser algo en papel, pero que en la realidad no se parecen ni a lo que venden ni a lo que profesan. ¿Pueden imaginar una agencia de creativos donde en la puerta una mujer en tono de madre te regaña porque sales a fumar un cigarrillo o te tienes que ir 10 minutos antes porque debes correr a clases? ¿Dónde además no puedes poner música y te miran mal cuando hablas con el compañero de al lado?

Tengo otras historias, de trabajos que parecían relaciones, donde se dio todo pero se acabó en un “no eres tú, somos nosotros”. Donde almas se vendieron por dinero y donde se tiene el criterio de “hay que mantener al cliente más que hacerlo crecer”. Si la empresa no puede crecer a la par del cliente, ¿para qué retenerlo? Pues, las conocí. Y me dan un poco de tristeza.

Tanto tiempo libre y tanto tiempo ocupada no me dejaba mucho tiempo libre. Explico. Salía a correr en las mañanas, y los domingos, sobre todo para pensar. Repasaba qué estaba pasando, qué hice mal, qué hice bien, qué no me dijeron, quién me engañó, porque es más importante cuidar el dinero y tener empleados infelices, porqué obligar a la gente a escuchar tu música, porqué decirle a tus empleados que ellos pueden comer en menos de una hora y cómo es posible que empresas crean que a las personas con las cuáles trabajan no les afecta el entorno, la guarimba, la bomba lacrimógena, la cola para comprar jabón… y corriendo y buscando mantenerme y poder comprar yo también ese jabón, o una computadora, o una torta de chocolate que me hiciera feliz, me encontraba también conmigo misma.

En varios momentos me tuve que detener para seguir. Y seguramente es lo mejor que he hecho en mi vida. Me detuve para llorar, para pelear, lamentarme, aceptar, felicitarme y continuar. Y cuando decidí continuar, no he podido parar. Y a veces suelo pensar que necesito unas vacaciones. Eso ya vendrá. Mientras tanto las cervezas cumplen su cometido.

Soy creyente de la pasión. Si, de esas frases cliché que te dicen que cuando amas lo que haces el trabajo no pesa. Pero aunque ames todo, puede pesarte la gente, el entorno, la silla incomoda, el silencio en la oficina de creativos, la falta de amor de los demás por lo que hacen. Soy tan apasionada que entro en esa clasificación de personas donde sus padres no entienden qué carajo hacen y como te mantuviste fiel a tus creencias e inteligente a pesar de “esa universidad de drogadictos”.

Justo ahora leía un artículo que reza “para emprender hay que hacerlo desde la esencia (…). Así que antes de emprender trabajen mucho de autoconocimiento y aceptación. Lo único que sobrevive es lo que somos, aunque en el camino descubramos que somos más de lo que imaginamos”. A un gran gerente recuerdo haberle dicho este año que yo mataría por tener personas trabajando para mí que amen lo que hacen, que muestren pasión, que vayan contra las reglas, que se atrevan a retarme, que su visión les lleve a hacer cosas diferentes. Lo hacía mientras me botaba de su empresa -sin justificativo alguno-. Puede que suene a ego, pero en este caso se trata de lo que los profesionales valen. Se trata de pasión.

No se trabaja solo con computadoras y fotocopiadoras. Las personas no son teléfonos reemplazables. Se trabaja con las personas, su valor, su familia que come del mismo sueldo, sus miedos, su mañana atropellada en el Metro, su celular robado, sus estudios. Pero pocos lo entienden. Hoy recuerdo esas palabras que le dije, y me río. Porque estoy segura que no lo entendió.

¿Cuál es el saldo hoy? Miro a mi alrededor y estoy rodeada de gente que aún no conozco muy bien, que no trabajan para mí y su concepto de trabajar conmigo es “vamos a sentarnos a hablar de los proyectos y propósitos de cada uno”. Escribo esto porque aquí, aprendiendo a emprender, me topo con la segunda entrevista en tan solo un mes. Diego me pregunta “¿qué cambio ha generado en tu vida emprender?” y solo se me ocurre responder “emprender ES el cambio”.

Yo no quiero luchar por el sueño de otro, a menos que ese sueño también este lleno de propósitos. Si puedo impactar en una vida, sabré que lo he hecho bien. Hoy para mí emprender es autoconocimiento con propósito, el de ser mejor y ayudar a otros a ser mejores. Todos dicen que emprender es para administrar tu tiempo, ser tu propio jefe, manejar tu vida a tu antojo. Es más complejo que eso. Quiero que alguien más se levante de su silla y deje de hablar del qué y de su boca salga el porqué, de corazón.

Este es solo mi tercer año en este mundo emprendedor. Y me ha jodido la vida. Nada que no haya sido para bien. Para emprender tienes que entrenar tu cuerpo, tu mente y tu espíritu. Empezar por ti para ir por los demás.  

martes, 7 de octubre de 2014

No lamento ser mujer

Aplaudo en este momento a los hombres que se sienten orgullosos de ser padres de niñas y, a la vez, hacen lo posible por criarlas bien, dejarlas elegir, y llenar su mundo de las cosas que a su hija le guste.

Este fin de semana fui insultada por mí, y por todas las mujeres del mundo. Y no lo acepto.

Una mujer no es su falda, no es su peso, no es su cabello, no es la forma en la que camina o en la que se sienta en el sofá. Una mujer no es mala por venir de una familia fracturada o por estar en contra a ser de la religión de sus padres. Una mujer puede cuestionarse la existencia de Dios, debería poder estudiar la carrera universitaria que desee, fumarse un cigarrillo si lo desea al igual que tomarse una cerveza. Una mujer no es más o menos femenina por usar pantalones o vestidos, una mujer en vestido no está pidiendo ser insultada o vejada, una mujer debe tener los mismos derechos laborales de un hombre. Una mujer puede amar y creer en el amor. Una mujer puede ser lo que ella quiera ser. Y eso es lo que es y lo que la hace mujer.

Las mujeres no son el símbolo de la debilidad, de las emociones, de la sumisión. También pueden ser rudas, fuertes, inteligentes, líderes. Esto es válido igualmente para los hombres. Los hombres deberían ser libres de mostrar su gusto por lo hermoso, sus debilidades, sus emociones. Somos seres humanos llenos de sentimientos, distintos gustos, varios errores.

Yo no quisiera volver a escuchar que soy una mala mujer por decidir llevar mi cabello natural, por ser así de “despeinada”. A quienes me dicen que mi cabello es malo puedo responder: “lo siento, malo no es mi cabello, pero si tu prejuicio”. No creo que quienes decidan ir a la peluquería a diario sean más o menos mujeres que yo. Yo no quisiera volver a ser llamada una “mujer fácil” porque decidí usar más faldas y vestidos que pantalones. No estoy retando a nadie cuando digo que soy inteligente. Lo que yo soy no existe para ofender a los demás ni para ser tratada como menos ni para ser tratada como más.

Mi cuerpo no necesita tu opinión en la calle. Pero mi espíritu merece el respeto. Podría ser alta o más delgada, podría haber decidido usar pantalones, podría alisarme el cabello, podría creer en alguna religión, podría venir de una familia estricta… y estoy segura que aun así encontrarías defectos en mí. Pero yo soy mujer, no perfecta. Soy feliz, no perfecta. Soy extraordinaria, no perfecta. Soy inteligente, no perfecta. Soy llorona, no perfecta. Soy despeinada, no perfecta.

Lo que valgo como mujer no tiene que ver con mi peso, el cual dijeron que era excesivo; o con mi cabello, al cual llamaron desaliñado; o con mis faldas, las de aparente mujer fácil según los ojos de otro; o con mi título universitario, el cual me estoy creyendo demasiado, porque “solo dios tiene la sabiduría”. Jamás lamentaré tener las piernas para usar falda, alzar la voz para defenderme, llorar con una buena película o libro, haber donado mi cabello, haber decido creer en el amor, apoyar a otras mujeres a ser ellas. Jamás lamentaré ser mujer.

Lo que sí lamento es que todo esto que me dijeron haya salido de la boca de una mujer.

Atentas contra una mujer y estás atentando contra todas. Escuchen a Emma Watson #HeForShe.


jueves, 18 de septiembre de 2014

República Capta Huellas de Venezuela

– Ella me lava la ropa, pero estamos separados hace 39 años. No te confundas–, me dice el taxista después de contarme que fue con “la mamá de sus hijos”, como la llama, a Makro hace un par de días. Ella vive en Guatire, no me quedó claro con quien, porque supongo que los hijos deben tener alrededor de 40 años. Mi chofer, ahogándome con el olor a cigarro que, supongo, ha ayudado a marcar más aún las arrugas de su rostro y manos y ha convertido sus dientes en pedazos amarillentos, me explicó una, dos, tres veces que en verdad ellos solo son amigos y hacen mercado juntos, y le agradece muchas cosas, entre ellas esa.

– Resulta que allá en Guatire se consigue pasta, leche, jabón, shampoo y cosas en el Makro, entonces vamos juntos al mercado. Lo chévere– me dice con ironía– es que si compraste hoy no puedes comprar lo mismo mañana. Fuimos por pasta un día y al día siguiente por jabón, pero como tienen el registro por números de cédula saben cuándo compras y qué no puedes volver a comprar. ¿Qué te parece esa belleza, mija?–, me dice mientras bota la colilla de cigarro por la ventana y casi terminamos el corto camino de la parada a mi casa, en la cual debo tomar un taxi porque es una colina de unas 7 cuadras donde ya me han robado 3 veces, aunque solía subir sintiéndome segura hace 11 años.

“Mis taxistas”, como suelo decirle al grupo de choferes que me llevan y ya tienen años conociéndome, siempre me cuentan de los robos y actos delictivos que ha habido por la zona o por sus casas, y me desahogan su sentimiento de patria. Yo solo pude contarle mi alegría al haber conseguido shampoo la semana pasada y haber podido comprar tres botellas. Supongo que a él, siendo taxista, la plata para hacer mercado le rinde más que a mí.

No le comenté nada pero no dejaba de pensar en dos cosas. Me atreveré a decir la primera considerando que como creo en la malicia bruta de los venezolanos, ya a alguien más se le ha ocurrido. Seguro a los mismos del gobierno. Toda esta cuestión del capta huellas y poder comprar solo con número de cédula, una vez a la semana o al día o nunca (porque no hay) seguro desatará el único móvil delictivo e ilegal que falta por popularizarse en el país: el robo de identidad. Para ser más exagerada, mi mente me llevó a escenas de la película “Gattaca”, donde el chico que suplantaba la identidad debía usar puntas falsas de dedo con las huellas dactilares y la sangre de quien pretendía ser. Habrá que ser más de una persona para poder hacer mercado en Venezuela. Así como hace falta también más de un sueldo mínimo para comprar alguito. Ya me imagino a alguna tipa aprendiéndose mi número de cédula y pretendiendo ser yo para poder comprar más pañales.

En segundo lugar pensé que si este fuera un país honesto no se le hubiera agregado el “Bolivariana” como segundo nombre, sino un hermoso “Capta Huellas”.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

Después de 6 años, me corté el cabello

Después de 6 años, me corté el cabello.

Cuando comencé la universidad dije que lo haría. Que mantendría mi cabello en crecimiento durante todo el tiempo que me mantuviera estudiando, hasta convertirme en Licenciada. Fue sin razón aparente. Pero fue para crecer.

Muchas veces decía “cuando termine la carrera me cortaré el cabello y lo donaré, por eso está tan largo” para escapar a las preguntas incómodas de los demás. Todos querían saber por qué tanto cabello, si pesaba, fastidiaba, molestaba, lo pintaba, cómo lo cuidaba y cuál era su historia. Esta es la historia.

Nunca antes había tenido el cabello tan largo. Nunca. De niña siempre lo mantuve corto entre los piojos y el fastidio que le daba a mi mamá peinarme o enseñarme a mí a hacerlo. Ella lo odiaba, era inmanejable, imposible de peinar o domar. Crecí sin tener idea de cómo arreglarlo, usarlo, cuidarlo, llevarlo o quererlo. Ni una pista ni siquiera que pudiera haberme dejado una amiga o una muñeca. En esa época sin YouTube, ¿cómo iba a buscar un tutorial que me enseñara? Hace poco entendí que lo dejé crecer tanto como una forma de vengar esa vida, esa infancia, ese cabello que nunca antes había tenido. Mi primera cédula, la de República de Venezuela con el cintillo verde, la boté pocos años después de sacarla porque odiaba la foto y como se me veía el cabello. Dejarlo crecer fue eso, un proceso de crecer y de ser una niña y una mujer con el cabello largo. Fue un crecer en centímetros y volumen en mi cabeza, tanto por dentro como por fuera. Mientras más aprendía en la Universidad, los empleos y la vida, más crecía mi cabello, más largo era, menos ganas tenía de deshacerme de él. Quisiera tener algún recuerdo hermoso de niña, poder haber tomado esta decisión antes, mirar atrás y ver a mi mamá o mis hermanas peinarme o aunque sea decirme algún piropo sobre él, pero eso no pasó. Pasó de grande un proceso de amor de mí hacía mi misma, la que llevaba el cabello y a los casi 6 años pudo cortarse más de 30 centímetros para donar.

Ningún familiar o persona cercana ha sufrido de cáncer. Conozco casos, pero nunca he hablado con alguien que lo perdiera. Donarlo simplemente me pareció un gesto de ayuda que no costaba nada, ¡el cabello crece! Quizá de esta forma podía pasar mi aprendizaje y crecimiento a los demás. De tanto cabello se pueden sacar dos pelucas.

Una mujer es muchas cosas. Es sus sentimientos, pasiones, pensamientos, gustos, temores, fortalezas, acciones, palabras, belleza, cualidades. Pero sobre todo es todas esas cosas y más a la vez. Que lo haya aprendido después con el cabello no quiere decir que lo haya aprendido mal. Descubrí todo lo que podía alcanzar y hasta donde podía llegar. Después de presentar mi tesis, era momento de dejarlo ir. Ya había pasado el tiempo, había crecido, ya era licenciada, ya lo había disfrutado y vivido. Lo corté y fueron dos lágrimas muy dulces. Espero que ahora otra persona pueda vivir su historia con él. Es momento de aprender cómo se usa el cabello corto.


Gracias Agustin Bozzo por el corte. El cabello lo dejé hoy en la fundación Maria Kallay

domingo, 3 de agosto de 2014

Guía de cómo sobrevivir en Caracas - Parte I

Anoche tuve una conversación poco alentadora; de esos momentos en las reuniones donde hay que hablar de la situación del país y las experiencias personales de robo y violencia. Con algunos amigos -hombres, en su mayoría- he conversado una premisa que tengo sobre el miedo que le da a una mujer su vulnerabilidad al ser víctima de un atraco o una situación de violencia. ¿Los hombres temen ser violados cuando los roban? La mayoría respondió que no, aunque alguno que otro osado se atrevió a discutirme temas de seguridad personal, situación de víctima y ser vulnerable. 

Honestamente creo que sí, las mujeres tememos mucho más. Recuerdo mi pensamiento la última vez que me robaron. Eran dos chamitos a pie y yo solo pensaba “¿me defiendo? No están armados pero uno podría agarrarme mientras el otro me pega, incluso cargarme hasta el monte que está allá y hacerme algo”. Cinco segundos más tarde, la adrenalina optó por defenderse. ¿Saldo? recuperé mi cartera pero no el celular, no hubo golpes, porque dejé de correr tras de ellos.

Tratando de darle un giro positivo a las historias de anoche, pensé escribir esto. Una “Guía de cómo sobrevivir en Caracas - Parte I”. Quizá mi supervivencia no ha sido la menos acontecida, pero uno tiene que compartirse los tips para hacer la cosa más llevadera.

Usar el Metro en hora pico
Aunque los venezolanos seamos muy chéveres, eso de andar sonriendo en la calle a diestra y siniestra suena descabellado en estos tiempos de locura. Si usted es usuaria del Metro de Caracas y, peor aún, lo padece en las horas pico, trate de no andar sonriendo a nadie, que nadie le dará el puesto o “nadie” querrá recostárselo después entre el bululú. Amárrese el cabello, para que no se jalen y sudar menos, cierre la cartera y póngala delante de su cuerpo, trata de no llevar carpetas ni cositas delicadas en la mano, o espere que baje la hora pico. Es obvio decir que no saque el celular, ¿no? Pero sobre todo, aprenda a bailar entre el gentío como en la mejor discoteca, a no darle la espalda al tipo sádico o sospechoso, a no quedarse parado en la puerta, a no reclamar la empujadera (¿qué esperaba, un servicio de lujo?) y a mirar mal al que se acerque, comenzando por los vendedores ambulantes. No es por maldad, es simple supervicencia. ¡Ah! No olvidemos el tacto y la paciencia que ahora se debe tener con los funcionarios del Metro: esos tiempos de galantería y camisa de botones se acabaron.

Tomar un taxi
Tengo muchas amigas que temen tomar taxis solas, y más si no son de “línea”. En verdad, jamás he escuchado un cuento cercano de violencia o robo o secuestro en un taxi, a menos, claro está, del robo que implica pagarlo. Las damas también regatean, nada de estar pagando Bs. 200 por dos cuadras porque estás apurada. Taxistas sobran en este país. Trate de, si surge la conversación, no detallar cosas importantes ni reales sobre su identidad, trabajo o vivienda; exija pagar lo justo, o espere el próximo; exija bajarle a la bachata, pero usando sus encantos femeninos. Una vez un taxista me preguntó si no me daba miedo montarme en el carro de un extraño, le dije que él corría el mismo riesgo que yo porque no sabía ni quién era ni si estaba armada. No me habló más en todo el camino. He perfeccionado tanto la técnica de conversar con taxistas como una dama, que el último me brindó un par de cervezas que tenía allí guardadas. No abrí la lata, pero me bajé con ella en la mano (ya conocía previamente al taxista). Nota: si el taxista le cobro un precio justo, pídale el número.

Llegar a un sitio que no conoce
Cruzar a la derecha en la mata de mango, seguir hasta la panadería y buscar el edificio verde chiquito después de haberse bajado en la quinta parada del autobús. Caracas no solo está mal construida, sino que las direcciones son imposibles de dar. Todas las urbanizaciones y sectores tienen una calle Los Mangos y Plaza Bolívar. Señorita: aprenda a leer mapas y usar Waze. No en la vía ni en el sitio, claro está. Haga investigación previa, pregunte hasta el color del kiosko del frente, llame para avisar que va en camino, avise a alguien que va a un sector desconocido, pregunte al del kiosko y nunca vea para el piso. No olvide la máxima de no sonreír pero caminar con seguridad. Olvídese del mamita yo la llevo y no hable con el usted no es de por aquí. La seguridad personal y la actitud de “no tengo ni pal fresco y solo uso accesorios de buhonero” pueden salvarla en muchos momentos. Pierda un poco el miedo a la sorpresa citadina, es Caracas, ¿qué le extraña? Asómbrese más bien de lo bueno.

Si lo pienso bien, con toda esta guía podría hacer volantes para repartirlos en el Metro (a hora pico) y tener una guía ilustrada de verdaderos frentes de acción ante Caracas.

Plus: ¿qué llevar en la cartera?
Si usted aún se pasea por la ciudad con audífonos, la admiro. Eso de no escuchar que dicen o quién va detrás de mí me aterra un poco. Pero si es de las que sale de casa en tacones y regresa intacta en la noche, he de admirarla mucho más. Ya soltando un poco la lengua y en jerga malandra digo “que nivel”. Personalmente pienso que una mujer en Caracas debe tener siempre en su cartera unas cholitas o zapatillas para poder correr en cualquier circunstancia y sobrevivir al taxi, al Metro y al lugar desconocido. La mejor forma de caminar digna en tacones altos es practicar. Hágalo, practique siempre en casa, cocine en tacones, saque la basura en tacones y sobre todo, aprenda a correr en tacones. No olvide esconder bien el celular en la cartera, llevar el pote de agua, el polvo para retocarse, las toallitas húmedas o el perfumito para cuando todo apeste.

@yei_blanco

miércoles, 4 de junio de 2014

Mi –no– agradecimiento de tesis

Me he negado a hacer una lista enorme y “pavosa” de agradecimiento de tesis. Esos que comienzan con gracias a algún dios cuyo nombre no recuerdo, pasan por el perro, el gato y la señora de la cantina, y deberían terminar en “a mí mismo, quien se jodió escribiendo esta vaina”.

No es que sea una persona mal agradecida, es que los escritores ponen nombre y palabras y símiles y metáforas y adornitos a la cosa, y aún así los sujetos en los agradecimientos son totalmente desconocidos. Y si algo me revienta de cuanto libro leo es ver, en la primera página o línea a modo de “o me lees o mueres” un agradecimiento que no entiendo. Siempre he pensado que los libros son firmados “para Anita” porque el autor en cuestión está enamorado, o la odia (que si a ver vamos viene siendo lo mismo, porque amor y odio no son excluyentes ni opuestos).

No. Ese populismo en primera página yo no lo quiero. Me niego a dar declaraciones de gratitud muy al estilo de La Propia en el periódico –que cabe acotar me cuesta decirle periódico– El Propio. Yo soy comunicadora y estoy haciendo un libro. Sí, un libro, aunque lo leamos solo mi tutor y yo. Y porque quiero, contaré esto como “tener un hijo y escribir un libro”. El árbol ya lo sembré. Podría plantar otro.

Es que en verdad, muchas ganas de poner a mi mamá en los agradecimientos. Ella no va a leer el libro por el cual me trasnoche tanto, sobre todo porque todos los meses me pregunta por qué si estudié periodismo no soy periodista. Dios tampoco lo va a leer. Y de seguro, muchos de mis profesores y amigos tampoco. Tengo una vida que contar y a cada rato pasa algo, pero la tinta está muy cara y no sé dónde voy a conseguir la resma de papel para imprimir para estar gastando una hoja en decir “gracias”. Lo que podría poner en la primera página es un muy rojo “lo imprimí y me costó 8mil bolos. Pero tenemos patria”, ya que ni doble cara puede imprimirse la tesis. Como si estuviéramos bañados en recursos en el país. Y más a mi favor, ese agradecimiento me recuerda a las introducciones que se hacían en tareas escolares. “El presente trabajo habla de la fotosíntesis… espero que lo disfruten y gracias”.

Este tipo de cosas deberían salir en el manual de Carreño para la urbanidad y las buenas costumbres. Si mi tutor quiere una botella de whisky, una cena de perrocalientes, unas frías en los chinos o simplemente no saber más de mí, lo tendrá. Ya me las ingeniaré para agradecer a quienes metieron la mano en mi licenciatura. Así sea para decir “marico, por tu culpa casi la cago”.

Este será mi único agradecimiento: No hay amor más sincero que el amor a la comida – George Bernard Shaw.

jueves, 15 de mayo de 2014

Para que no me de Alzheimer

Una colección de pensamientos debe ser una farmacia donde se encuentra remedio para todos los males”, dijo una vez Voltaire.

- Chávez dijo mucho durante una época –me cuenta Junior– que leyó el Oráculo del Guerrero. Ese hombre decía en público que leía algo y lo convertía en best seller. Pero después, Boris Izaguirre, un periodista así como tú, dijo que leyó el libro y que le parecía escrito por un gay para gays. Así que fue uno de los pocos que logró callarle la boca a Chávez, que nunca más mencionó el libro. Vaya usted a saber porqué.

Entre las rutinas diarias, uno debería tener una hora al menos al día para tomarse un café con personas diferentes cada vez. Pero esto es Caracas y, estemos claros, esa vaina es imposible. Pienso entonces que sabroso sería poder ir siempre acompañado en las colas por gente con la que uno quiere conversar y aprovechar la hora en la Prados del Este o en la Francisco Fajardo. Estoy soñando, ¿no?

Cuando sea vieja quiero ser así. El Junior vive cerca de mi casa hace unos 10 años. Es de esos viejitos simpaticones con los cuales da gusto hablar y escuchar los cuentos de antaño que tienen. Uno no sabe ya si son reales o si pasaron porque si fueron en Venezuela, esto es un país sin memoria. No tengo la menor idea de cómo se llama, pero hasta el perrero le dice Junior. Es maracucho, y camina cuesta arriba y cuesta abajo a diario. En el camino habla con quien se tropiece. Siempre lleva una gorra, una chaqueta de jean, lapices en el bolsillo y una libreta para anotar. No es periodista. Solo viejo. Hoy, por fin me preguntó mi nombre. Supongo que por la emoción que expresó al verme con una franela de la UCV.

- ¡Es que vos también sois UCVista! Chama, ¿y no te da miedo salir con esa franela? ¿Y si te agarra la Guardia?

Ya en el autobús, suspira y comienza a hablar del país. “Nosotros, antes de Chávez, estábamos en el sartén. Pero ahora nos caímos pa' las brasas. Esta verga no se entiende, estamos cada día peor”. Y justo después dice: “Voltaire, tú debes saber quien es Voltaire, ¿no? El francés que tuvo grandes pensamientos. Tú sabes, tú eres estudiada. Bueno, él dijo esa frase de <<no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo>>. Eso es libertad de expresión. Leí en el Últimas Noticias, que es el periódico más vendido en Venezuela, aunque le duela a los otros, que ahora Conatel va a regular hasta la música que uno oye, ¿habrases visto? Cuando yo leí eso me pregunté como los venezolanos nos dejamos meter una dictadura, porque eso es. Ahora van a decir que las canciones que tengan la palabra azul son golpistas. El gran Billos debe estar retorciéndose en su tumba. Ese no era ni venezolano, pero sí más caraqueño que cualquiera. Uno aquí debe cantar y expresarse, ya que hablando no se entiende la gente. ¿Te gusta Carlos Vives?”

Pensando en la primera frase de Voltaire, los viejos entonces son como una farmacia. Pensar que en el país aún hay gente que le puede sacar una sonrisa a uno. Cuando sea vieja quiero hacer eso, citar a Voltaire, a mis abuelos, a los libros que leí y las canciones que escuché. Pero citar lo bueno.

- Yo siempre amé el béisbol. Y creo que Chávez también. Y su resentimiento con los gringos nació porque ellos lo inventaron y no un venezolano, o al menos un latino. Una vez, tendría yo 10 años, estaba viendo un juego en el estadio de béisbol de la UCV. Como al tercer ining, detienen el juego y ponen el himno nacional. Había entrado el presidente, Rómulo Betancourt. Los estudiantes tampoco lo querían, es que la gente inteligente no debe querer a los presidentes. Decían que era medio comunista. Sin embargo, él fue a la UCV, y al campo de béisbol, y pusieron el himno, y lanzó la bola, y estuvo allí. Chávez fue a donde los Mets en Estados Unidos a lanzar una pelota. Y yo me preguntaba, ¿y por qué este hombre no lanza la pelota en su país o no va a ver un juego desde el estadio? Él trató y trató con los estudiantes, pero los dejó quietos. Quizá tenía miedo de entrar al estadio y no ser aplaudido. En Venezuela, nunca se atrevió a hacerlo. Pero en Cuba sí, y allá a la gente se le ve la cara triste. Como aquí ahora. Lo que pasa es que esta mañana yo te estoy haciendo reír. Y aunque tu no me creas o no compartas lo que digo, me estás dejando hablar. Yo no tengo Alzheimer, de eso murió fue mi papá. Para que no me de, yo hago sudokus y hablo con la gente”.

domingo, 16 de febrero de 2014

Carta abierta a mi Metrobús.

Metrobús:

Los últimos 10 años de mi vida los he pasado en ti. Usó todos los días la línea Altamira – La Trinidad. A veces Altamira – El Hatillo, cuando no quiero tardar tanto o aguantar la cola, tú sabes. Conozco a los parqueros y taxistas de los restaurantes que están en las paradas de La Trinidad. Conozco a los pregoneros de periódicos y lotería que en la mañana están cerca de la parada. Saludo a los choferes, a veces, no todos me agradan, no todos son frecuentes. Veo casi siempre las mismas caras en la mañana esperándote. En ti estudié para mis exposiciones y exámenes de la universidad, dormí mucho, leí más. Contigo –y gracias a ti– llego a mi trabajo a diario, y me voy de nuevo a mi casa por las tardes; incluso espero la última unidad de la noche, tratando de extender mi día en la ciudad para ver a uno que otro amigo. Habló con los viejitos y peleó porque les cedan el asiento azul. He llorado y reído en ti, Metrobús, porque son 10 años, y en ese tiempo me ha pasado de todo.

Cuando era niña, llegabas a Chacao y no a Altamira. Claro, en esa época no existía el Sambil. Recuerdo que a los 5 años venía del pediatra y me monté con papá en ti. Él me dio un pan de coco y yo lo regañé, recordándole que no se debe comer dentro de ti. El chofer sonrió, quizá enternecido, quizá ese chofer que sonrió en ese entonces es el presidente que tenemos hoy.

Me duele no volver a verte. Entiende que no es una decisión que yo tomé. Yo no quise que fuera así. Contigo me siento segura, mucho más de lo que me pueda sentir en cualquier guagua de la capital, con música absurda que no entiendo y con pedigüeños que hacen que apriete mi bolso contra mí, porque me da miedo. Yo, que estoy en tus asientos grises todos los días, sé que quienes te usamos no somos los más ricos, ni los que tienen cargos en el gobierno, ni los que compran zapatos de marca. Somos gente simple que trabaja. Te contaré una historia que no se si sabías.

Papá trabajó en el Metro durante muchos años. Él estuvo en las construcciones y llegaba cansado y lleno de tierra. Después estuvo en el subterráneo, y a mí me gustaba mucho ir a su trabajo, “manejar” y conocer los túneles. También estuvo con algunos como tú, Metrobuses que iban por las calles cuando Caracas era otra. Mamá dice que el presidente que tenemos ahora trabajó con papá. Y que quizá eran buenos amigos, por la banda de rock y eso. Algunos profesores de la escuela también dicen recordar a ese señor. Pasa que a la gente no le gusta recordar su pasado humilde. Pasa que generalizar no es un acto de paz ni de amor. Pasa que ya no te tengo a ti, ya no tengo Metrobús, ni celular, ni leche en polvo, ni medicina para la alergia de la piel, ni dinero para mudarme o para un carro; pasa que salgo con miedo, que mamá llega estresada del mercado, que quisiera poder tomarte a diario, que quisiera que la vida valiera más que el color de una franela. Pasa que los vecinos millonarios que pasan con los guardaespaldas y que si trabajan en altos cargos del Gobierno no me llevarán al trabajo todos los días, porque ellos tienen armas y motos blindadas y militares que cierran la calle donde vivo. Pasa que yo sigo siendo la hija de quien también fue chofer de Metrobús y de la señora que, aún hoy, baja y sube caminando la colina y va humilde al mercado y compra “lo que le alcance”. Mamá dice que quien se avergüenza de su pasado será una vergüenza en el futuro. Y creo que eso lo estamos viviendo hoy.

Metrobús, quiero que sepas que voy a luchar por ti. Por ti y por todos los que te usamos. Los que queremos que “público” vuelva a significar algo bonito y grande. Los que queremos que “servicio” sea una palabra que vuelva a valer la pena en el país. Estaré peleando, pero nos volveremos a ver. 

viernes, 17 de enero de 2014

Hacer la tarea en Venezuela

Señora, señor, ¿cuándo fue la última vez que revisó los libros de su hijo, la tarea, que leyó los textos que le piden leer? No, si se lo pregunta, no soy madre, y no lo estoy juzgando. Es solo una duda.

Y la duda nació porque mi sobrina llegó a casa –precisamente uno de esos días en que uno se siente que no cree en la patria ni en la ley de la gravedad ni en la mortalidad del cangrejo– con una tarea que supongo “normal” en otros países.

“Acompaña a tus padres al mercado y anota en tu cuaderno cuáles son las marcas más comunes de cada producto: leche en polvo, harina de trigo, harina de maíz, aceite de maíz, arroz, pasta, mayonesa, mantequilla”.

– Después de leer la tarea, le dijimos a la maestra que esta tarea no era para Venezuela. O sea, aquí no se consigue leche ni nada. Y como es leche en polvo no podemos poner “La Pastoreña”.
– ¿Y qué les respondió?
– Dijo que teníamos razón. Y que solo anotáramos en el cuaderno la marca que más recordáramos de cada producto. O lo que tuviéramos en casa. Es que, tía, esa tarea no tiene sentido. El pote de leche tiene vacío más de un mes.
– Es verdad.
– Bueno, no nos pueden mandar de tarea cosas irreales.
– Es verdad.
– Menos mal que hablamos con la maestra o todos íbamos a llevar la tarea en blanco. Y en vez de poner aceite, iba a escribir el aceite de oliva ese que tú compras.

Esas son las conversaciones que tengo con mi sobrina. 

@yei_blanco 

lunes, 13 de enero de 2014

Confieso que fui racista

Mientras la mujer policía tomaba mi declaración -y tenía que deletrearle mi nombre, modelo de celular y calle donde vivo- confieso que no dejaba de ver lo maquillada y arreglada que estaba. Era un morena hermosa, con ojos delineados y uñas perfectas. Pensé "yo también me arreglo para ir a trabajar"; y me pregunté cuándo sería la última vez que accionó el gatillo.

Su compañero, otro policía sin tacto, dice: "yo vi a los chamos siguiéndote, pero como iban tan cerca, pensé que estaban en grupo, que ibas con ellos". Confieso que fui racista.

Claro, al policía que me vio 2 minutos antes de ser ahorcada, amenazada y atracada por una pistola imaginaria conformada por un dedo índice y un dedo medio apoyados en mi ombligo, no se le ocurrió otra cosa que los "negritos" con shorts de flores, sucios por haber estado escondidos en el monte esperando que alguna víctima pasara, de unos 17 años, con pinta de drogados, con franelillas rotas y sospechosamente corriendo detrás de mí, NO se le ocurrió otra cosa que decir "yo pensé que esos chamos iban con la catira de vestido blanco". Confieso que fui racista.

Otras veces me han apuntado con armas, me han amenazado con agredirme, me han ofrecido golpes y hasta me los han dado. Pero esta vez no he podido dormir. No he dejado de llorar. Uno de los chamos me sorprendió, me ahorcó, me pidió el teléfono, se lo di, vi que me apuntaba con los dedos, me pidió la cartera, dude, la solté porque ellos eran dos -a pie, lo cual no deja de parecerme extraño-, pensé en la muerte, en que me amordazarían hasta el monte, en que me ultrajarían, en una posible puñalada. Corrieron montaña arriba con mi celular y cartera, grité tan pero tan fuerte que, tres cuadras más arriba, en mi casa, mis hermanos oyeron y salieron corriendo, corrí detrás de los chamos.

Y casi alcanzo al que me ahorcó. Corría, gritaba, y casi lo alcanzo. Se llama adrenalina. Soltó mi cartera en un acto de devolución. La tomé del piso y dejé de correr pero no de gritar.

Confieso que tengo ganas de hablar con ellos. Saber porqué terminaron robando, porqué no tienen moto, qué querían ser se grandes, qué piensan que hay dentro de la cartera de una mujer, qué opinan sus mamás, si estudian, si estaban asustados, si creen que soy loca o que corro muy duro, preguntarles cuánta plata les dan por un Samsung Ace que tiene dos años y estaba bien golpeado por la vida, preguntarles porqué se drogan, porqué.

Los vecinos quemaron el monte. Oír un "chama, de la que te salvaste, en ese terreno había dentro un colchón" me desmoronó. Pensaba en su miedo y cómo carajo cuatro camiones policías y 20 vecinos no encontramos a dos negritos que roban a pie. Me pregunté por su miedo y el mío, el pan que nos desayunamos día a día. No pude dormir, repito en mi cabeza lo que me dijo el policía, lo que le dije.

¿Por qué soltó la cartera?