lunes, 2 de febrero de 2015

Que nos venga no nos hace estúpidas

Alguien tiene que hablar de lo incomodo que es cambiarse un tampón o una toalla sanitaria en un baño público. En serio. Dejémonos de tonterías que todas las mujeres merecemos esa semana libre al mes. ¿Por qué?

Para no pasar del llanto, al dolor, a la risa, a la comedera, al llanto, a pelear con tu amiga, jefe, novio, a sentirte gorda y, ¿mencioné al llanto? No, ya hablando en serio, ¡porque es estúpidamente incómodo cambiarse en un baño público! O en cualquier baño que no sea el tuyo.

Gracias. Gracias a las marcas de tampones y toallas sanitarias por hacer cajitas reciclables, estuches de colores, ponerle maripositas a las bolsas, escribir mensajes para el autoestima en los papeles que contienen la pega, hacer aplicadores mariquitos de colores brillantes que son plásticos y –contaminan– son más sutiles de colocar. Todo, todo, por ser mujer.

¿Algún hombre tiene idea de cómo se cambia un tampón o una toalla sanitaria? ¿De cuán difícil es conocer la medida exacta de tus pantaletas para colocar en el sitio correcto la toalla y su pega? ¿Saben lo incómodo de entrar al baño de la oficina, o de tu novio, y tratar de quitar la toalla de forma sigilosa aunque igual sabes que la pega despegándose de tus pantaletas hace un ruido tremendo? Y más importante, ¿cómo carajo me agacho como si me fuera a sentar pero sin sentarme porque a) es incómodo; b) las pocetas en la calle son A S Q U E R O S A S; c) tengo que preocuparme de que mi ropa no toque el sucio piso mientras mi mano que sostiene el tampón no se ensucie, no se caiga el tampón, la cartera no se te resbale del hombro, no hay donde guindarla, no la puedes dejar afuera ni en la puerta, y tus nalgas no deben tocar ni de cerca la poceta o su tapa; y d) de seguro no habrá papel; e) porque los tampones y toallas sanitarias producen irritación?

Quiero saber, ¿a quién quieren engañar? Tengo tres hermanas, una mamá, una sobrina, he estudiado y hecho amistad con innumerables mujeres en toda mi vida que a su vez conocen a más mujeres. Ninguna, óigase bien, ninguna mujer en su sano juicio usa un traje de baño blanco, pantalón blanco, falda blanca, vestido blanco con la regla. No lo hacemos. Si la chama del comercial tuviera un traje de baño negro o gris o verde o, mejor aún, rojo, igual compraríamos su estúpido producto. ¿A quién quieren engañar? Todas sabemos que nos deben dinero. Son ustedes quienes nos deberían pagar por aguantar sus aburridas estrategias de marketing y por seguir comprando un producto sin innovación, sin mejoras y casi inhumano.

Igual se manchan las pantaletas. Con toallas, con tampones, con jabón intimo especial, con protectores diarios, poniéndose de cabeza. Pasa. Igual raspa, sus telas no son suaves, no tenemos ánimos de jugar voleibol de playa con el traje de baño blanco. Alguien tenía que decirlo. Cada mes merezco aunque sea un día libre para no decir groserías y gritar en el baño público mientras trato de cambiarme, por tener que cargar unas pantaletas limpias de repuesto en la cartera, por las mentiras en la publicidad.

La menstruación no es una cuestión aspiracional. Repartan chocolates, regalen toallitas húmedas, hagan ofertas en pantaletas de algodón, hagan una estrategia de guerrilla marketing que mantenga los baños públicos en un estado suficientemente decente como para no querer morir y llorar, pasen The Notebook gratis en el cine para mujeres hormonales, rifen días de spa o de peluquería, regalen pinturas de uña con la compra. Basta del cuentito de la flaca en la playa divirtiéndose con puros hombre mientras menstrua. 


En serio, no me importa si el envoltorio es de mariposa. Es incómodo. Solo nos viene la regla, no somos estúpidas. 

martes, 27 de enero de 2015

De “yo soy el tubazo” o todos somos intolerantes prejuiciosos que nos unimos a grupos de destrucción masiva por medio de la palabra

Jamás diré que soy hypster.

Porque en verdad, no lo soy. Y vivir en Venezuela me hace pensar que muchas personas quisieran serlo pero, con el estilo de vida de dólares limitados, pésimo acceso a Internet, miedo o imposibilidad de cargar el último gadget tecnológico, sin cafeterías del primer mundo que escriban mal nuestro nombre en vasos y lo difícil que es para pagar o conseguir la tendencia del momento –aquí la tendencia solo son los memes, las colas y la inseguridad– quienes quisieran solo se quedan en eso, en el deseo. Pero para nosotros son nuestros hypsters.

Recuerdo que a los 19 años volvía a casa luego de tomarme unas cervezas con unos amigos. Vestía una falda amplía por encima de la rodilla, Converse y una franela  estampada que decía “juicy”. Mientras caminaba, unos chicos en carro pasaron y me gritaron “come gato”, como si para ellos eso fuera una verdad absoluta; como una monja ortodoxa señalando a un ateo, como lo incomodo de convivir con un vegetariano que te señala por comer cadáveres; como si tuviera que serlo a juro por el delineador negro en los ojos y por no estar con ellos escuchando reguetón viajando en un carro a toda velocidad. 

Después de eso, me llamaron hippy, lesbiana, rockera, metallera, loca, desaliñada, alternativa, yupi o “de esos chamos que parece se juntan en una plaza a fumar monte”.

Quizá fui todo. Menos hypster, come gato, lesbiana, metallera, loca, desaliñada, hippy o yupi, rockera, alternativa fuma monte.

–Inserte aquí a una madre hablando de la juventud de ahora–.

¿Cómo habría sido gritarme “come gato” en la era digital de la revolución del siglo XXI? Habría sido una respuesta al tuit donde me quejé de los sitios de comida con reguetón; habría sido un comentario en mi foto de Instagram a las consolas de audio que se arreglan previo al evento; habría sido un post, con captura de pantalla incluida, al grupo “todos contra las jevitas alternativas, metalleras, come gato” o “yo también me burlo de los hypster” o “yo también creo que las mujeres que les gusta el maquillaje y los zapatos son brutas”. Bleh.  

Debo confesar que todo esto me encanta.

¿Hemos cambiado? ¿Somos diferentes ahora en redes sociales que en los tiempos de fiestas y segregación? ¿Acaso las madres no descargan su llanto en la pantalla del Smartphone o con algunos tuits o con un mal sano estalqueo porque su hijo es homosexual, dice que tiene una profesión con un nombre en inglés pero se la pasa todo el día en Facebook o, dios no lo quiera, se escapó con un chavista? ¿Hemos dejado de murmurar en la calle que los otros son marginales, brutos, indecentes, transgénero, gordos, negros, ateos, community managers, ejecutivas de cuenta o come gatos, metalleros, cotufas, yupi, fuma monte o hypster? ¿Qué ha cambiado?

Si soportaste hasta aquí, felicitaciones, no has cambiado.

Admite que también te da morbo leer los errores, insultos y dramas en redes sociales y piensas en hacer una captura de pantalla cuando el Community Manager de algún político o medio de comunicación publica que se está cagando o que no hay condones en Farmatodo. 

Me sentiré realizada, muy a lo #YoSoyCharlie, cuando alguien cree un grupo, un chat, una interacción, un unlike, una metida de pata, un estalqueo que se vuelve obvio, una mala palabra o una bomba en mi contra. Oh, esperen… ha pasado. Feliz día del Community Manager.

Juro que no soy hypster –aunque lo sea por decir que no lo soy–, solo aplaudo que la era digital sea siempre un espacio donde poder seguir siendo nuestros prejuicios, y que haya acaloradas discusiones por el significado de la libertad de expresión o violentas discusiones por el ego de quien se equivocó primero y quien le metió el dedo en la llaga.

Nadie está dispuesto a dejar de ser la tapa del frasco. Ese es el tubazo que nunca dejaremos de tener.